Los hay de varias clases: desde los que
permanecen en su sitio todo el día, cantan al amanecer y luego un poquito por
la noche y así pasan la vida, hasta los que tragan un par de grandes pilas y
caminan con su dueña mientras ella conversa y les repite las canciones al ritmo
de la escoba, del trapero, del viejo suéter de brillar los pisos. Es como un
lorito que dice cosas y su dueña repite lo que él le enseña. Va al lavadero y canta con los pájaros y ella
también canta, la acompaña durante la cena, y al caer el sol se posa en la
mesita de noche cuando su dueña va al lecho.
Él la acompaña mientras llegan los primeros
sueños. Ella, ya entredormida, y con su cabeza llena de música y noticias, le
da las gracias, le acaricia el botón de apagarlo y le otorga el beneficio del
silencio.
La radio es, en ese instante, un verdadero
pájaro de la familia de los loros, que cierra los ojos al apagar sus luces y
esconde la cabeza debajo de las alas del silencio y de la noche. En ese
instante, el alma de la radio vuela y se entremezcla con los sueños de su
dueña, vuela y disfruta toda la noche por entre los árboles que florecieron y fructificaron
durante el día al ritmo de las canciones y de las buenas noticias. Al llegar el
amanecer, el alma de la radio busca su nido en el aparato y con el primer rayo
de sol, a un toque de la mano de su dueña, despierta al canto de la música.
Tomado de Los animales domésticos y
electrodomésticos, Celso Román.